Revista
  Literarias
 

"EL PASAJERO NÚMERO 13"



Por: Vicente Manuel Prieto Rodríguez.

El avión sobrevolaba tranquilamente la ciudad de destino. Había salido con retraso por razones no explicada a los viajeros y a él, décimo tercer pasajero, con su recurrente mal carácter, eso ya le había amargado el día, por tanto, protestaba contra todo: los asientos incómodos, el aire demasiado frío, la mala calidad y poca cantidad de los alimentos a bordo, hasta la falta de lindas aeromozas, función que dignamente cumplía un joven tripulante.

Cuando el avión pasó sobre uno de los varios lagos que caracterizaban la ciudad, comenzaron a producirse fuertes sacudidas y en los altoparlantes se escuchó la voz del Capitán instando a los pasajeros a abrocharse los cinturones de seguridad y tomar posición de aterrizaje forzoso.

El décimo tercer pasajero, cumpliendo enojado las orientaciones de la tripulación, lanzó imprecaciones contra el mal servicio de la aerolínea “que luego esos desgraciados capitalistas no resarcían” y como el avión iba en caída, nadie le prestó atención, ocupados todos en sus propias reacciones ante el inminente desastre: rezar, gritar, lanzar zapatos, lentes… y la tripulación de cabina intentar sin éxito que al menos alguien se calmara.

Segundos terribles transcurrieron durante la picada del aparato aéreo. Nadie entendía ni trataba de entender, por qué a solo minutos de llegar a destino el avión dejaba de responder y se precipitaba a tierra, augurando un pésimo final del vuelo, anunciado por la publicidad como seguro, tranquilo y agradable.

Sin embargo, en los últimos instantes, demostrando una pericia temeraria, los pilotos lograron enderezar la nariz de la nave y dirigirla hacia la mayor de las lagunas, que tendría una profundidad de alrededor de tres metros, para minimizar el impacto en un acuatizaje no previsto por los constructores de la aeronave.

El estruendo del choque contra el agua y la sacudida mientras se perdía bruscamente la velocidad, aturdió a muchos, hizo vomitar a unos cuantos y rompió algunas cabezas y brazos sin mayores consecuencias. El avión, probando ser una magnífica nave, se mantuvo incólume, salvo algunos paneles sueltos, un ala medio rota y el combustible sobrante regado por el lago.

Cuando las lanchas de rescate comenzaban a llegar al lugar del siniestro, ya los tripulantes habían abierto las puertas y los pasajeros, fuera de peligro, nadaban con sus salvavidas, el avión reposaba sobre el lodoso fondo, el agua cubriendo hasta la mitad de su altura.

Al subir a la lancha de rescate, el décimo tercer pasajero arremetió verbalmente otra vez contra los propietarios de la aerolínea: - “¡Esto no se va a quedar así, en cuanto llegue a tierra iré a querellarme por daños y perjuicios… Toda mi ropa ahora está mojada!”

"VENGANZA"




Por: Vicente Manuel Prieto Rodríguez

La punta del Iceberg avanzaba entre la niebla. Lo presentían. El radar marcaba la posición del bloque helado. Colisión inminente. Pero el miedo no florece en la inmensidad ártica. Quizás el frío...
¡Máquina adelante a toda potencia! - el Capitán movió la palanca hasta la señal de 40 nudos. Confianza.
Un chirrido escalofriante recorrió el casco transmitiéndose al cuerpo de los tripulantes aferrados a las bordas.
Vendetta.
Toda la masa del pesado barco se fue contra la masa aparentemente frágil del hielo. El trueno que siguió al choque se escuchó a muchas millas.
Cientos de leones y elefantes marinos, pingüinos y focas se alejaron espantados aún de los islotes más distantes.
Algo crujió y se partió a la mitad.
Comenzó una reacción en cadena destructora e implacable y el potente rompehielos se hundió con rapidez en las frías aguas.
Siete octavas partes sumergidas del Iceberg sonrieron mientras desaparecía un barco más, trece en su cuenta después del Titanic.



“PALO TORCIDO”

 
Por: Vicente Manuel Prieto Rodríguez

El horóscopo se había equivocado.
A decir verdad, nunca creyó mucho en predicciones, aunque sí tomaba en serio a los orishas y no se perdía bembé ni fiesta donde el batá moviera cuerpos desenfrenados. Además, porsiacaso, ponía osaín a Ochún en la esquina menos visitada de su casa.
Ahora vagaba sin rumbo, sin intenciones de regresar. Acarició incluso una posibilidad casi innombrable. Por lo menos dejaría la carrera, así no iba a volver a la universidad, donde a fuerza de tesón sacaba apenas el segundo año.
Las relaciones personales no podían haber influido más negativamente en su actual situación, ya desesperada en medio de tanta falta progresiva de recursos.
Hasta poco tiempo antes ni se molestaba en pensar que aquello era impropio en su sociedad, machista por idiosincrasia, en marginación implícita de cualquier manifestación ajena o rara. Volver atrás no era su opción determinante. ¿Cómo lo tomarían allá, donde la convivencia se le habría tornado un infierno secular, donde cada mirada se convertiría en la señal inequívoca del rechazo? Era una incógnita que hubiera resuelto enseguida, pero temía las consecuencias.
Por eso caminaba despacio, como dormido, ignorando la oscuridad que se le venía encima desdibujando el entorno.   Serio, agobiado por un peso difícil de conceptuar pero perceptible en su aire ausente, iba arrastrando los pies.
Se equivocó. Intuía que algo iba a fallar y ahora eran las miraditas, los susurros, las risas contenidas a su espalda.
En la villa universitaria donde se albergaba, enorme, aburrida, la gente esperaba impaciente que sucediera algo para salir de la rutina diaria del estudio.
En el área de dormitorios no había nadie, al menos eso parecía. Tenía la llave del cuarto, vacío el fin de semana. No se darían cuenta del movimiento. No, no debió ser así.
Ahí están esos de la guardia, ¿cuidando qué?. Para rematar, el otro estúpido salió como si nada.
Caminó mucho. Pensó mucho y llegó lejos.   No se dio cuenta de la distancia recorrida ni el tiempo.
¿Y si hablo con los muchachos? Los ojos iban de las pisadas al cielo.
¿Si les digo por qué soy así, no ahora que todos saben, sino de mucho antes, cuando siendo niño ocurrió aquello? Tal vez comprendan que cada cual tiene sus gustos y aficiones.
Él era callado, casi no se sentía. Por lo general no molestaba a nadie.
¿Y si no entienden, arman el escándalo y me botan con todas mis cosas, como ya vi hacer una vez?. Pero puedo mentir, decir que están en un error. No me vieron. No, mentir no.
 Con lo que se sabía era imposible y además, los amigos no medían expresiones ni conductas. Por otra parte, la historia era comidilla de todos en aquel lugar donde una mala noticia se esparce más rápido que petróleo en el mar. Más de un compañero disimulaba mal su desprecio.
¿Por qué no quieren entender? Si a fin de cuentas cada cual elige su camino y nadie tiene que meter las narices. No todos somos iguales. Pero entre los prejuicios y esa maldita intolerancia contra lo que ellos creen que no está bien. 
Sorbió fuerte con la nariz y tosió. 
De cualquier manera, mi única culpa es ser yo mismo, libre de mis actos, y aunque guardé el secreto, no se puede vivir escondido todo el tiempo.
Sin notarlo aceleró el paso, sudando el pulóver nuevo que le regalara un italiano. No sabía dónde poner las manos frías, húmedas. Optó por meterlas dentro de los bolsillos del jean, también nuevo y regalado. Deslizó los dedos sobre la textura suave de la tela interior y recordó cómo era cuando aún no se decidía a cambiar su conducta para lograr el contacto más cercano, más íntimo con su ideal; para romper las ligaduras que lo mantenían sujeto a la moralidad. La moralidad impuesta por los más, porque la de él, la de los menos, no discriminaba inclinaciones, respetaba gustos e ideas. Tenía derecho a ser respetado igual. 
De todas formas soy un ser humano. Hago lo mismo que todos y no peor, eso lo saben. Pero me gusta algo que ellos no soportan. Y es mi vida. ¡Mi vida!
Las ideas lo golpeaban, lo aturdían, se apoderaban de él y lo arrastraban en una tormenta monstruosa, semejante a una pesadilla terrible de la que no puede despertar.
Trató de despejarse, de no pensar en nada. Se dio cuenta de que estaba solo en la noche. Un lugar cercado por un muro maloliente. Miró alrededor. Nadie. Solo silencio.
Sintió la sombra andándole detrás. Susto. Más que sentirla la adivinó, como una respiración fría que le sopló en la nuca el aire de lo desconocido. Lo que está y no puede reconocerse.
Ligero vértigo. Traga en seco. Siente el gusto amargo de la sangre bajando hacia el estómago, retorciéndolo con fuerza. El corazón late en cada vena, en cada recóndito lugar del cuerpo. Las piernas se debilitan tanto, que cree no poder sostenerse en pie mucho más tiempo. De repente se detiene. Sabe que comienza a alucinar y bajo la protección que le brindaba el muro, atormentado, se golpea fuertemente la cabeza, descargando en el golpe toda su rabia, toda su impotencia, todo su miedo.
Nadie lo vio, es más, a nadie le interesaba lo que hacía. Estaba solo y si alguien cruzó por su lado, alargó los pasos perdiéndose en la oscuridad de la calle. Pudo haberse reventado el cráneo, nadie lo detendría. Pero reaccionó y esa reacción salvadora fue valiente. Prefirió vivir, vivir a toda costa, vivir con los prejuicios, las miradas esquivas, los chismes, las risitas contenidas. Que lo botaran del cuarto, dormiría en otro; que lanzaran sus cosas al pasillo... Dios, perdónalos, no saben lo que hacen.
Lentamente se acarició la cabeza, enjugó la humedad de los ojos y volvió sobre sus pasos.
Regresaré, pase lo que pase. La voz no pasó más allá de sus oídos pero llevaba toda la determinación de quien ha encontrado un camino y lo seguirá sin miedo.
Con el corazón latiendo aún en la garganta ascendió la larga escalinata.  Saltó la desvencijada cerca para ganar tiempo y penetró callado al edificio.  Resuelto, como un soldado que lanza su cuerpo a la pelea conociendo que lo alcanzará una bala, empujó la puerta.
No sucedió nada.  Ellos, sus compañeros, dormían.  No encendió la luz.  Despacio se desvistió y sin hacer ruido se metió en la cama.


 

                                        Foto tomada de www.revistacontratiempo.com.ar

                                      
                                         Inmigrantes
Por: Vicente Manuel Prieto Rodríguez 

“Tú que te fuiste una mañana, sin saber a dónde ibas…”
Extranjero, canción de Franco D´Vita.
 
Llevaban varios días caminando juntos. A veces uno se adelantaba, sin mirar atrás. Sin hablarse.
Ya iban para tres meses de estancia en aquel país, morenos entre tantos blancos. Ya habían trabajado eventualmente en todos y cada uno de esos oficios que los naturales nunca quieren hacer y pagan casi con la pura comida al necesitado que se atreve a realizarlos.
Pero era el décimoquinto día desde la última tarea y nadie los empleaba.
Con la imagen cada vez más gastada al paso del tiempo sin alimentarse, sin dejar de caminar, con el cansancio saliendo de los ojos rojos, de los labios secos, las posibilidades de que un alma los favoreciera con alguna faena para callar los estómagos, al menos momentáneamente, disminuían.
Luego estaba siempre presente, como espada de Damocles, el peligro de la policía, ellos sin papeles legales, si los detenían…
Hacía un par de días que no se hablaban. Después de varias y violentas discusiones, de echarse la culpa mutuamente por lo que ahora llamaban malas decisiones, habían optado por suspender las relaciones, aunque continuaban caminando juntos por el día y hospedándose en los mismos portales por la noche.
Estaban muy cansados. 
Frente a una casa de altas rejas un montón de basura y escombros tapaba el césped. Llamaron para proponer dejarlo todo limpio en pocos minutos, pero una voz deformada en el citófono dijo que ya habían avisado a la municipalidad. Apurados continuaron su camino. La esperanza regresó a su estado anterior.
Al cruzar un parque, el menos fuerte se detuvo y sentándose en el primer banco observó al compañero que sin volver la cabeza siguió andando hasta perderse de vista. Esto le recordó un cuento de Jack London, lejano entre sus primeras lecturas juveniles. No se levantó más. Sacó los pies ampollados de los incómodos zapatos. Se recostó en el banco y cerró los ojos.


Artista nacional
Por: Vicente Manuel Prieto Rodríguez

 Diego es un artista.  Nadie debe dudarlo.  A estas alturas lo compararía con Dalí, si no por la profusión y calidad de su obra, sí por la irreverencia iconoclasta de sus propuestas plásticas, aunque cabe destacar que la censura siempre interrumpió la culminación de cada realización suya, por lo que apenas quedan muestras de lo que hubiera sido un valioso aporte cultural.

Pero usted se preguntará, lector: ¿Quién demonios es este Diego?  Yo, como buen biógrafo, comienzo hablándole de su infancia.

Diego nació, como todos, por supuesto, aunque no està claro si en una mansión, en el seno de una familia de intelectuales, en una humilde cuna proletaria o, simplemente, en un pesebre, como no existen datos exactos solamente diré que nació como cada uno de nosotros.

El primer indicio que se recuerda de su genio artístico y rebelde viene desde sus dos años de vida, cuando desafiando las ordenanzas maternas de no rayar las paredes, en un pecado capital comparable con la desobediencia de Adán y Eva en el Paraíso, tomó a escondidas el lápiz delineador de cejas de su madre y re-decoró toda la sala, derramando su arte entre surrealista y pop extremo- en todo caso incomprensible para las almas alejadas del razonamiento artístico.  Desgraciadamente Diego fue sorprendido nada menos que por la madre poco antes de terminar su obra en la puerta de la entrada, entre imprecaciones le fue arrebatado el instrumento y se ganó una paliza memorable.

A pesar de todo, Diego continuó su carrera artística pintando y garabateando cuanto papel encontraba a su alcance, adornando fotografías y láminas de libros más o menos importantes.  Si en estos tiempos no se conservan muestras de tan prolijo quehacer, se debe, fundamentalmente, al carácter insensible de la madre, que en ataques de histérica limpieza y pulcritud botó los papeles dibujados, quemó los libros “maculados” y mandó a corregir las fotografías familiares en que todo el árbol genealógico aparecía adornado de cómicos bigotes, pendientes desproporcionados o gafas casi siempre oscuras…  De más está decir que la fuerte represión aparecía cada vez, en forma de continuas palizas, lo cual ocurría independientemente de la calidad de la obra.

Aún así Diego siguió ejerciendo sus aptitudes artísticas, demostrando la validez de los postulados freudianos acerca de los traumas en la niñez y sus reflejos en el presente, pues las paredes, muros, puertas y ventanas cerradas fueron espacios donde plasmó sus inquietudes, sus añoranzas, sus deseos más ocultos o públicos, reprimidos o libres.  Así se impuso en el mundo del graffitti callejero, con tizas, lápices, pintura a brocha gorda o fina y spray.  ¡Cuántos carteles y posters, aparecidos de la noche a la mañana, eran desaparecidos horas después por la insensibilidad ciudadana!

Pero él seguía multiplicando su arte, sin importarle la gratuidad ni lo efímero de este.  Veamos algunas muestras que se han grabado en mi memoria:

“¿Qué sería de un punk sin su pinta de malo?”  En este graffitti mostraba su conocimiento de la idiosincrasia secular de las bandas urbanas;  “Que tenga un buen día”, demostrando que no guardaba rencor a los censores que concienzudamente hacían perecible su obra; o “Si tú no apareces María, esta es una ciudad aún más oscura”, sacando a flote el amor como tema omnipresente en sus figuraciones.

Más tarde incursionó en las representaciones de corte político-social, sin poderse sustraer a las corrientes de su tiempo.  Aparecieron los rostros de políticos y personajes influyentes distorsionados a través de una mirada surrealista, considerada entre censores como antipublicidad negativa-incomprensible-inexcusable.  Por eso era tan efímera su permanencia.

Como se puede apreciar, el arte de Diego fue siempre incomprendido y vetado.

Hoy Diego ya no está con nosotros.

Quién sabe en qué sitio apartado y oscuro, rodeado de delincuentes, violadores, rateros y otras lacras pasea este gran artista su vocación.

Solo me queda el recuerdo de su última obra, que por cierto, también fue borrada inmediatamente, en ella se veía el rostro deformado del más influyente político de turno, con dos monedas por ojos y un billete de mil dólares norteamericanos por boca, y un texto al pie: “Abajo…”

 


 
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